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19 de septiembre de 2017

  • Molly
  • 24 sept 2017
  • 5 Min. de lectura

El 19 de septiembre de 2017, día del 32 aniversario del temblor del 85 que marcó a México, un nuevo temblor azotó a la capital, así como a Puebla, Morelos y al Estado de México.

Apenas nos estábamos recuperando de un terremoto de 8.2 en magnitud Richter que había dejado un desastre especialmente en Oaxaca y Chiapas hace ni quince días atrás cuando el terror se sintió de nuevo. De un momento a otro vi a la gente aterrorizada saliendo del recinto en el que laboramos para dirigirse a una zona segura. Durante los primeros minutos después del sismo no había manera de comunicarse y se podía ver que mucha gente entró en crisis, entre ellas me incluyo. Me sentí asustada pero serena hasta que entró, luego de unos minutos la primera llamada y fue cuando me derrumbé y comencé a llorar, me di cuenta que estaba más afectada de lo que creía, pero lo peor estaba por venir. Solo quería salir de mi lugar de trabajo y dirigirme a mi departamento para abrazar a mi mascota, mi compañera, mi Tansky.

Después de unos 40 minutos de buscar algún tipo de transporte, por fin pude desplazarme a mi domicilio junto con el compañero con el que rento, gracias a unas colegas suyas del trabajo. Estuvimos casi dos horas atrapados en el tráfico, durante ese tiempo comenzó a llegar la información: aumentaba el número de edificios que habían colapsado en la Roma Norte, Condesa, Tlalpan, escuelas y más edificaciones; el miedo me empezó a carcomer desde dentro y los minutos se sentían eternos. Por fin nos acercamos a una zona eco bici y en cuanto pude tomar una lo hice y comencé a pedalear lo más rápido posible para llegar a casa, esperando que estuviera el edificio en pie, pero sobre todo mi cachorra a salvo. En cuanto vi el inmueble pude respirar con una relativa tranquilidad.

No pude dejar la eco bici donde siempre lo hago, la ciclo estación no funcionaba ya que no había luz en toda la zona por lo que entré con ella al edificio y subí desesperadamente para sacar a mi perra. Tomé mi cámara, las llaves, una botella con agua, algo de dinero y salí huyendo del lugar. No quería estar dentro de ningún edificio por el mayor tiempo posible.

Fue como a las cuatro de la tarde que me pude comunicar brevemente con mi familia y decirles que estaba bien, después me quedé completamente incomunicada de nuevo. Me dispuse a recorrer las calles buscando dónde dejar la eco bici pero lo único que veía eran edificios dañados, acordonados y lo más terrible fue cuando comencé a toparme con los que se habían desplomado.

La Roma y Condesa están irreconocibles y no de una manera grata. Sentí una incontrolable tristeza al ver mi colonia y las aledañas tan heridas; estuve pedaleando y sollozando a la vez por doquier. Pero lo que más me afectó fue ver y pensar en las personas que habían perdido sus casas, sus pertenencias y lo más triste, pensar en aquellos que estaban atrapados entre los escombros de esos edificios mientras luchaban por sus vidas o en los que acababan de perder a un familiar pero aún no lo sabían.

Finalmente, aunque no servía ninguna de las ciclo estaciones, anclé la bicicleta que traía desde hace un buen rato, esperando que no se la robaran y me dispuse a tomar algunas fotografías, o eso intentaba, pero no pude del todo. No tengo madera de fotoperiodista, siempre lo he sabido, siempre me ganan las emociones en esas situaciones delicadas, me sentía inútil, sentía que me aprovechaba de una desgracia así que dejé de tomar fotos y me uní por un rato a la cadena humana, intervine.

'Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorable está en las situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir' -Susan Sontag, Sobre la fotografía.

Rompí la regla más importante del fotoperiodismo, pero me sentía mejor.

Al caer la noche, decidí regresar a casa porque volvería sola, no quise arriesgar el equipo fotográfico que tanto trabajo me ha costado adquirir y además seguía latente mi miedo ante el aumento de feminicidios que han estado ocurriendo en nuestro país.

Ya en mi habitación rompí en llanto, pero ahora de una manera más libre, pude sacar los sentimientos que había estado acumulando a lo largo del día, las imágenes de los edificios derrumbados se repetían en mi cabeza y solo podía pensar en la gente que estaba atrapada bajo todos esos escombros, en la desesperación en la que probablemente se encontraban, en la incertidumbre de los familiares de los desaparecidos, en la gente que perdió todo su patrimonio y los que perdieron la vida. A la vez, también me sentía maravillada por lo que vi en todas las calles, gente corriendo y cargando víveres, donando material de curación, ofreciendo comida preparada a cualquiera que tuviese hambre, otros con cubetas, palas o picos, dispuestos a ayudar en cualquier cosa que pudieran.

Nunca en la vida había visto un nivel tan desbordado de solidaridad. Un país tan unido en el que se respira amor a pesar de la tragedia.

Esa noche no quería dormir por el miedo a un nuevo temblor, logré mantenerme despierta lo más que pude hasta que el cansancio me venció. Dormí solo unas pocas horas porque quería salir inmediatamente a ayudar.

El 20 de septiembre, después de desayunar, agarré a Tansky y fuimos a comprar material de curación para llevar a los centros de acopio en los alrededores de los edificios que se habían derrumbado. Publiqué en mis redes sociales que iría personalmente a comprar y entregar los materiales a donde los solicitaran ya que empezaba a circular información de centros de acopio y gente que se estaba robando las donaciones. Así transcurrió el día, de un lado a otro buscando dónde comprar y por donde transitar para llevar las cosas que algunos amigos donaron.

La ciudad estaba invadida por voluntarios, gente increíble que lo estaba dando todo, su tiempo, su mercancía, sus conocimientos a favor del otro. Después de varias horas de andar caminando sin parar y al ver a Tansky bastante agotada, decidí volver a casa. En el camino de regreso nos topamos con una fuga de agua, al pasar por ahí ella se acostó sobre el agua acumulada para refrescarse y me miró, pidiendo un merecido descanso.

Yo seguía muy sensible ante todo lo que estaba ocurriendo a los alrededores y lloraba a la menor provocación.

El tercer día transcurrió recorriendo otros centros de acopio y dando ubicación exacta en redes sociales, así como mencionando los materiales que estaban solicitando, tanto para la CDMX como para Morelos y otros pueblos a los que desafortunadamente no estaba llegando la ayuda necesaria después del sismo del 7 de septiembre.

Durante el recorrido vi más edificios acordonados y desalojados por inminente derrumbe en la colonia Juárez, gente en crisis, otros rescatando lo que podían mientras que voluntarios seguían saliendo de todos lados dispuestos a ayudar en lo que se pudiera.

El cuarto día estuve más al margen pues en muchas partes cercanas ya solo solicitan personal capacitado para ciertas labores. Los centros de acopio están abastecidos con mucha comida preparada que la gente sigue llevando, pero el material de curación y agua se sigue necesitando en todos los lugares afectados.

El 22 de septiembre me sentí abrumada y muy afectada, tal vez ha sido el cansancio emocional acumulado, pues a donde sea que lleve la mirada hay algo que me recuerda lo que seguimos viviendo, y el constante paso de ambulancias, patrullas y helicópteros me recuerdan que no es una pesadilla, que esto es real y que va para largo, hay que seguir apoyando por varios meses más.

Hoy, 23 de septiembre, nos despertamos con alarma sísmica y un nuevo temblor, fue menos fuerte que los anteriores pero el pánico sigue a flor de piel. Seguimos.

 
 
 

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